Walter Gallardo - Especial desde Madrid, España
En la noche del 30 de octubre de 1938, en Nueva Jersey, Estados Unidos, un grupo de exaltados vecinos de Grover’s Mill disparaban contra un inmenso tanque de agua de la ciudad convencidos de que se había transformado en una máquina de guerra marciana. No estaban locos ni borrachos: un programa de radio acababa de interrumpir la emisión de una gala musical desde el hotel Meridian Plaza de Nueva York para informar de unos fogonazos en Marte y la casi inmediata caída de una suerte de meteoritos en los alrededores de Princeton. Se trataba, al parecer, de vehículos espaciales que trasladaban extraterrestres en el inicio de una invasión a nuestro planeta. Confirmando la noticia, el cronista Carl Phillips recogía testimonios de lugareños asustados y él mismo decía con tono de alarma: “Esto es lo más terrorífico que nunca presencié”. Doce millones de personas estaban pegadas al transistor en ese instante. Algunas de ellas decidieron subirse a sus automóviles y huir, otras buscaron sus armas para defenderse y muchas llamaron a los teléfonos de emergencia presas de la histeria.
Por supuesto, nada en el relato era verdad. El autor de este pánico colectivo se llamaba Orson Welles. Transmitía desde el teatro Mercury a través de la cadena CBS una adaptación de “La guerra de los mundos”, de H.G. Wells, en un formato idéntico al de las coberturas periodísticas en vivo. Al final de la obra, con ironía, dijo: “Si suena el timbre de tu casa y no hay nadie allí, no ha sido un marciano, es Halloween”. Fue el comienzo de su extraordinaria y admirable carrera. Algunos afirman que también fue la más exitosa puesta en escena de noticias falsas de las que tanto hablamos hoy.
¿Qué ingredientes hacen que una afirmación o una historia sean creíbles? En principio, su verosimilitud y no necesariamente su veracidad. Pienso en algunos famosos impostores que por distintos motivos ejercieron una atracción irresistible. Un ejemplo destacado es el caso del talentoso profesor Paul de Man y sus dos vidas: en una fue un colaborador del ocupante nazi en su Bélgica natal, donde escribió artículos denigrando a los judíos, falsificó documentos, estafó a todos los que le dieron su confianza y se casó con alguien con quien tendría tres hijos y luego abandonaría al huir de su país ante el peligro de ser encarcelado por sus delitos; en la otra se inventó un papel en la resistencia contra los alemanes, desarrolló una brillante trayectoria académica en prestigiosas universidades estadounidenses como Yale o Cornell, se doctoró en Harvard con un título adulterado de origen (no había completado sus estudios en Bruselas) y volvió a casarse, esta vez con una alumna de Bard College, sin haberse divorciado de su primera esposa. Pocos como él fueron tan idolatrados por sus alumnos y respetados con admiración por sus colegas. Sus mentiras se descubrirían en 1987, cuatro años después de su muerte.
Pienso también en el español Enric Marco y en su carrera fulgurante edificada sobre una montaña de mentiras. Se creó un papel de víctima de los nazis y siguió un guión luego repetido mil veces sobre su paso por los campos de concentración, lugares que nunca había pisado. Llegó a secretario general de la Confederación Nacional de Trabajadores, luego a presidente de la Amical de Mauthausen, obtuvo la máxima distinción civil de Cataluña, la Creu de Sant Jordi, y recibió el reconocimiento del Congreso a su supuesto sacrificio por la libertad en un acto transmitido por todos los canales de televisión. Allí protagonizó un momento memorable con un discurso que arrancaría lágrimas a los parlamentarios contándoles un cuento conmovedor y triste, pero absolutamente falso. Javier Cercas escribiría un libro voluminoso sobre él: “El impostor”.
A su manera, aunque con más gracia e inocencia, el escritor portugués Fernando Pessoa jugaría con los muchos usos que permite la verdad. Según se le ocurriera, en la vida real o en la ficción, podía convertirse en uno de sus heterónimos: Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Bernardo Soares o Álvaro de Campos, señores que en ocasiones iban a ofrecer sus disculpas a personas con las que él se citaba y luego no quería ver. “El señor Pessoa no podrá venir y me ha pedido que le dijera que lo siente mucho”, decía el propio Pessoa a gente que, obviamente, no lo había visto nunca y, por lo tanto, no se enteraría del engaño.
Sabemos que en ciertos ámbitos y situaciones la verdad no debe ser enaltecida. Vivir con su peso no es fácil, mirarla de reojo o prestarle atención sólo de tanto en tanto alivia la carga, convierte al ser humano en más ligero y le da más probabilidades de alcanzar algún grado de felicidad; soslayarla en algunas ocasiones puede incluso salvarnos la vida: le pasó a Galileo Galilei. Abjuró de ella pese a tener certezas científicas. Eligió seguir vivo en vez de insistir con aquello de que nuestro planeta gira alrededor del sol. Oponerse a los fanáticos religiosos de entonces no valía una hoguera.
Sin embargo, vivir sin la verdad o en una realidad paralela por decisión propia, aunque más por complicidad con la mentira que por falta de conciencia, podría considerarse una actitud destinada a lubricar el engranaje que destruye a una sociedad. Un suicidio. ¿Cuánta gente, sobre todo por razones políticas, dice ver algo distinto de lo que tiene ante sus ojos? Entre todos, en este campo llaman la atención quienes además defienden una mentira sólo porque a primera vista parece beneficiarlos, ponerlos del bando “ganador”, pero que en el largo plazo se aplicará o usará en su contra, incluso en contra de los que dicen defender, familiares y amigos, multiplicando el efecto perverso de su error como en un juego de espejos.
Con los bienes de todos, es decir, las instituciones que deben brindar educación de calidad, acceso a la salud, seguridad, una justicia sin padrinazgos y oportunidades de empleo, la mentira deriva en demagogia, luego en desilusión y desesperanza y finalmente en derrota. Tiene un precio alto en dinero y en dignidad. Es una mentira que acaba oliendo a podrido pero que cuesta creer que a muchos ciudadanos no importe.
Por las tantas pruebas que tenemos a diario, se diría que la ausencia de verdad, lo que no siempre se traduce en una mentira, quizás “apenas” en ocultación o fingimiento, no recibe el castigo que deberíamos esperar, y a veces ni siquiera la censura cuando se advierte o se denuncia como anomalía. Basta observar un poco el panorama para confirmarlo: el voto decenas de veces regalado (a sabiendas) al mismo corrupto con tal de que prometa algo o aplace la verdad, la cesión de las libertades a suprapoderes que manejan y controlan nuestros hábitos, incluidos de algún modo nuestros deseos, los que nos cuentan de qué va el mundo, o la participación alegre en las redes sociales difundiendo mensajes difamatorios o apócrifos a modo de entretenimiento.
Todo esto nos habla del rechazo que se siente a la hora de mirar la realidad y de la renuncia a abordarla que se asume como lógica, como si aquello que incumbe a todos fuera una molestia. Esta conducta pareciera decirnos: “Por favor, no fastidie con la verdad, sea razonable y cuénteme una mentira.”
Alguien ocupará el espacio que cedemos. Y no siempre será de manera honesta. Ya está visto: quien lleva el poder sin controles tiende a impregnar la historia oficial de ficción de acuerdo con sus intereses y caprichos. Esto le brindará coartadas para sus vilezas. Nos contará una de marcianos, como Orson Welles, y no faltará el entusiasta seguidor que confirme haber visto uno en el jardín de su casa. “La guerra de los mundos”, a no dudarlo, se libra entre aquellos a los que les importa la verdad y los que la desprecian o la consideran peligrosa. Los indolentes, como ha pasado a lo largo de los siglos, son arrastrados por la muchedumbre.